AÑORANZA I
Emigrar,
debilidad de todos los tiempos.
Huir de los insectos
de esta desgarrante ansiedad interior
que mira a un ser vegetativo
siempre parado en el mismo sitio
con manos inertes,
ojos desmesuradamente vivos
mirada lejana, viajera galáctica.
Emigrar,
persiguiendo el futuro,
renegando el presente
matando el pasado.
Para no llorar lágrimas
de juventud perdida,
de anhelos frustrados,
de pequeños deseos insatisfechos
necesarios, imprescindibles.
Emigrar
llorando bien adentro
por cada rincón,
cada grano de arena,
cada losa colocada,
cada paso,
y aquel árbol amarillo,
de la Quinta Avenida,
los amigos y el Reloj.
Emigrar,
para olvidar los lugares prohibidos,
los de la tristeza visceral,
los de los esfuerzos inútiles,
los de la esperanza perdida.
La Habana, 1999
AÑORANZA II
Mi calle,
en junio se vuelve río,
náyades saltarinas van por ella
provocando a los sátiros.
Después de la lluvia
los árboles lloran
y nos unimos en llanto
como de despedida.
Mi calle
y sus colores.
Verde, por todos lados
incitando a la esperanza.
Malva, cayendo,
se vuelve alfombra
bajo mis pies.
Amarillo, mi árbol preferido
como de oro, como de sol.
Mi calle
y sus fachadas majestuosas
grises ayer, abandonadas,
amor nuestro refugio.
Renaciendo hoy, renovadas.
Extraños te habitan.
Nosotros te amamos,
a oscuras o iluminada
siempre,
mi calle.
La Habana, 26 de febrero 2001
AGONÍA
Ir más allá de mi calle
esquivando charcos fangosos,
heces de perro
y arroyuelos putrefactos
que corren a lo largo del contén.
Enfrentarse con la agonía de la espera,
finalmente subir, ver sus caras.
Las miradas pérdidas,
las bocas fruncidas,
reflejando el resentimiento
la impotencia que corroe el alma
y los hace arremeter contra sus semejantes
como culpándose unos a otros
de sus respectivas frustraciones
de tanta vida perdida
en consignas y discursos,
del tiempo que se les escapa.
Oh, Dios tengo miedo de envejecer
vendiendo cucuruchos de maní.
La Habana, 10 de febrero 1999
IDENTIDAD
Pasa corriendo el paisaje
una campiña triste nos adiós
coronada de parduscos pastizales
poblada de animales escuálidos.
Cada pueblito languidece
entre sueños inconclusos
y ruinas irreparables.
La ciudad nos recibe cálida, hospitalaria,
desgreñada y con muletas
que la ayudan a sostenerse.
Los huecos en los techos
para que penetre el sol y la lluvia
están de moda.
De madera preciosa carcomida
aún relucen las puertas,
impecablemente hermosas,
como seduciéndolos
para que no dejen de entrar
día tras día
en el infierno de sus agónicas vidas.
Las montañas nos hablan
sabias y parlanchinas,
como esas abuelas que cuentan
su vida a cada visitante
y lloran por su ciudad perdida
en un futuro premonitorio, devastada
por la furia de los cuatro elementos
confluyendo en el centro
desde cada punto cardinal.
Asustados tratamos de huir
antes de oír las últimas palabras.
Quizás, el ángel de la Catedral
tenga tiempo de volar
hasta la piedra más alta.
Santiago de Cuba, 19 de mayo 1999
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